El día que descubrí todo lo que un chiste podía decir de nosotros
Máximo Rodríguez
"Que venga Tarzán, que venga ese culiao" dice un chiste y yo empiezo a recordar cómo me moría de risa cuando lo escuchaba. Pero ahora que lo recuerdo no me mueve un pelo y sólo sirve para darle un inicio a una incógnita que me persigue desde que empecé a dedicarme a tratar de no morir, o sea desde que fui consciente de mi mortalidad. ¿Qué me puede causar gracia en un mundo que se mueve tan violentamente? La risa es, hoy, un gesto revolucionario en un mundo donde la gravedad tira todo para abajo, incluso nuestro humor, nuestra piel, nuestro cuerpo. Todo día en la vida, o en la mía, al menos, para no generalizar, se siente como estar al borde del décimo piso. Y se sabe que no hay forma de volar: es una caída inminente, a menos que seas L'humain pajarette[1], recién entonces vas a poder reír algo, porque sabes que de esa caída sí vas a poder zafar. Y es ahí donde nace un chiste, en esa posibilidad de sobrevivir, de quedarnos con algo de lo que genera la esperanza y la risa…
Hacer chistes es hacer equilibrio en una línea entre el bien y el mal. Porque el humor es una ofensa que no duele tanto. Es una aguja que no entra del todo. Un pinchazo inocente que no atraviesa todas las capas de la piel. Gordillo, para dar un ejemplo, no causaría gracia si no recordara lo dura que es la niñez para una población criada a los golpes y el maltrato, o acostumbrada a la negligencia policial, que forma parte de nuestra cotidianeidad. Eh, pero lo dice con gracia. Es similar a un trapecista que encontró el equilibrio después de caídas, fracturas, burlas y un día, por fin, llegó la luz y se hizo inmortal.
Para mí el humor se logra al tomar distancia de algo, hacerse a un lado y desviar la atención para hacerlo más ameno. Si se usa sabiamente puede constituirse en una herramienta que sirva para decir algo y que la risa devenga en anestesia. Pero esto puede ser contraproducente, y no es culpa del chiste ni del humorista. Por razones que no siempre son lógicas o visibles, el humor, a veces, resulta un género menor en el cine, en la literatura de baño o en festivales de stand up a los que asisten familiares porque te quieren mucho. Termina siendo marginado y se restringen, en ese proceso, sus posibilidades discursivas. ¿Y de quién es la culpa, entonces? Pues si estamos con ánimos de culpar a alguien, yo culparía a aquellos que sostuvieron que la vida es seria y el humor es algo para aliviar la carga del sistema. Según ellos, no se pueden estudiar esos caminos del goce. Y por culpa de eso, hoy no sabemos de qué reírnos. Cuando se restringen las múltiples posibilidades del humor, deviene en que un meme misógino te produzca risa (¿incómoda?), mientras pensás que no ofendés a nadie porque es humor y sólo te reís de la consigna “Ni una menos” pero es humor, tranqui, y también te resulta hilarante cuando le pegamos al gordito mientras está descuidado, pero ojo, solo es bromita.
Incluso, se llega a malentender el arte del trapecismo, del equilibrista supremo, la maravilla del comediante que se mueve en las aguas de lo que socialmente entendemos como humor negro y es, gracias a este terrible equívoco, que le llamamos así a todo lo ofensivo que puede engendrar una mente que no sabe de qué reírse. Porque -como dato de color- el humor negro es el chiste libre de tabúes, pero que también despierta el sentido de la reflexión. La respuesta visible es la risa, pero ahí inicia un proceso interno que al humorista se le escapa. Sirve como un viento que saca la tierra que queda entre la cocina y la mesada, ese lugar al que es discursivamente imposible acceder, pero que, bajo la gracia y la astucia del humorista, llegamos de alguna u otra manera, aunque no siempre sepamos cómo. Pero por falta de práctica u otras razones más difíciles de establecer, solo nos quedamos con la ofensa y a la reflexión la dejamos de lado porque es una bromita rey, tranqui. Y ahí es donde nace la polémica, ¿de qué nos podemos reír en un mundo que se mueve tan violentamente?
Pareciera que estamos ante una “generación de cristal que por todo se ofende”[2] . Y es que después de tantas cosas que pasaron, me resulta complicado reírme de Yayo y querer romper algo y que de tanto treque treque salga humo de algún lado o festejarle la historia de un gaucho que golpea una monja hasta morir y que afirma haber vencido a Batman. Me parece que el humor hizo una curva. Antes todo era muy físico o muy por afuera del sujeto. Se imaginaban historias y se creaban universos sin reglas aparentes para dar un sorpresivo final. La creación de personajes generaba un desprendimiento de la persona y lo hacía vivir situaciones particulares. Pero me parece que cada vez más la tendencia es ser totalmente autorreferencial. El chiste ya no puede transcurrir por fuera de nosotros, creo cada vez más que el chiste somos nosotros mismos. O sea, ya no es Jaimito, soy yo enfrentando las situaciones. Soy yo observando el mundo y generando el efecto del humor. Soy yo tratando de encontrarle la gracia y hacer que todos se rían y esperar un “es tal cual”, como las lógicas de Capusotto. De hecho, ya que lo nombré, creo que él abre camino hacia una revolución humorística en el país. Crea personajes, pero al mismo tiempo nos hace encontrarnos allí. Es la fusión de dos épocas humorísticas distintas, la del humor desprendido del sujeto, pero también el del llamado a la reflexión. El llamado a ese viaje interior buscando nuestra propia contradicción, sensación colectiva y narcótica que probablemente explique la razón de su éxito. Esto nos recuerda a otro gran maestro del humor: el maravilloso Quino, que, desde la inmortalidad, desde su inagotable fuente de humor gráfico, seguramente podrá divertir a tantas generaciones y se resignificará como lo ha hecho todos estos años. Por alguna razón, permite que sus obras resulten en humor político, pero en tensión con los afectos, los miedos, las limitaciones y las proyecciones de una sociedad diversa que lo cobijó como parte de una identidad plural.
Por eso nos alertamos cuando vemos una broma misógina en nuestras redes o en la vida diaria, o muestras de racismo y de fachismo en los foros. Mientras que para el chistoso es solo un chiste, para nosotros eso forma parte de un sistema ideológico.
¿Y eso está bien? La respuesta no sorprende, porque sí. Nosotros nos construimos en el discurso. Y el chiste es un discurso. Por eso siempre hay que ver los tejidos detrás del acto discursivo. Muchos podrán recordar que uno de los segmentos más aplaudidos por la televisión argentina fue una cámara oculta en el programa de Marcelo Tinelli en la que, al final, un montón de hombres se desnudaban en frente de una chica, que era víctima en sentido amplio de un juego de poder llamado “joda para Video Match”[3] . Este tipo de bromas hoy no tendría cabida en la televisión porque fuimos cambiando nuestra forma de relacionarnos. Eso que era broma pasó a llamarse acoso, afortunadamente. Por eso hay que ser cuidadosos con lo que se dice y con lo que se hace. Y más ahora que las bromas somos nosotros mismos.
Es normal decir que estamos listos para cabecear una bala. Es un dicho común, como si un suicidio fuera cosa de todos los días. Quiero dejar en claro que no es que antes el humor era una cosa y ahora es otra. Lo que pasa es que quienes hacemos y consumimos humor fuimos mutando. Nos dimos cuenta de que lo gracioso no radica en el chiste en sí, sino en qué tanto nos vemos reflejados en él.
Es muy difícil estar parado en el borde de un décimo piso y saber que no vamos a poder a volar en una eventual caída. Por eso a veces no lo pensamos. Preferimos mirar hacia otro lado, preferimos refugiarnos en un mundo donde sabemos volar, en el que sabemos manejar la caída, o al menos apaciguarla. No me parece malo. Estamos todos locos y no en el sentido romántico. La cantidad de tornillos que nos faltan son los que cayeron en la maquinaria social para ajustarla lo más posible y así vivir una rutina que nos mantiene atados a esta realidad, a ese borde. El humorista sabe cómo hacerte abrir los ojos y nos reímos de eso, pero que no se piense que el humor es un descanso de la fatiga diaria. El humor es una herramienta ideológica muy grande. Es increíble que un chiste nos pueda sacar de la matrix, ¿no?. Ahí está la maestría del humorista.
[1] Quería una palabra transparente así que decidí que oiseau – término francés para designar a los pájaros- sea en este texto reemplazado por el amable pajarette, un neologismo al que tengo derecho.
[2] Leer con la voz del abuelo que fue a la COLIMBA o de Ricardo Darín en cualquiera de sus películas. Elija su propia aventura.
[3] Ahhhhh, los inolvidables y petrodolarizados noventa en los que, además de acosar gente en cámaras ocultas, se hacían explotar autos, simulando negligencia municipal y cuando la víctima estaba a un paso del aneurisma y la audiencia riendo y anhelando la misma suerte, se le avisaba que la producción le regalaría un Cero Kilómetros U_u
Máximo Rodríguez
Es amante de la televisión, devoto de Los Simpsons y Bob Esponja, hincha de Boca, temeroso de uno que otro Dios, bajista, gamer sin tanto ingreso, que juega a lo que puede, ex fumador, ex estudiante de Letras y, a veces, escritor. Nació el 28 de abril del 1995 y su segundo nombre es Gabriel.
Ig: @jinxystone
Fb: Máximo Rodriguez