Tapalín, el único vanguardista

Exequiel Svetliza

Foto: Diego Aráoz

Nada se decora mejor ni con más esfuerzo que las tortas de los cumpleaños pobres. Los cimientos que sostienen los deseos son, tantas veces, el producto de una trabajosa ficción. Quién de niño no se ha roto un diente al intentar morder esas bolitas metalizadas que delimitaban la cancha de fútbol o el territorio de los pequeños ponis de alguna torta infantil. Acaso fue otra de las consecuencias de la convertibilidad menemista: a mayor cantidad de pelotitas, mayor status del festejante. En la primaria, fui a un cumpleaños donde contrataron a Xuxa para animar la fiestita, la Xuxa tucumana, claro. Creo que era hija de la maestra de música y, sin ser Caty Lonac, era todo lo blonda que se puede por acá. Y era un lujo inusual para la clase media aspiracional. Todavía recuerdo sus botas larguísimas que llegaban casi hasta el short cortísimo de heroína súper poderosa no sin cierta perversión sensual de la que entonces carecía. No supimos verla como la Diosa que era y, tal vez por timidez, acaso por crueldad, no la acompañamos en sus coreografías. Sólo nos reímos. A nadie se le escapará que esta provincia se regodea en cierto gusto pueblerino por la maledicencia, pero se trata de una maledicencia revocada de risas. Acá, la risa es veneno y antídoto, escudo y arma: reímos para no llorar y para hacer llorar a los demás. Y a eso nadie parece haberlo entendido mejor que Tapalín, el payaso. Acaso sólo lo interpreta y nunca lo entendió porque esto es Tucumán. Y no lo entenderías.

Muy pocos saben y quizás el propio Tapalín ya lo ha olvidado, pero su nombre alguna vez fue César Quiroga. Y también fue Carlos Geomar, cuando cantaba boleros en los burdeles. En una sociedad plagada de máscaras intercambiables, especulativas, descartables, Tapalín tuvo la originalidad de elegir una hasta el fin: fue y por siempre será nuestro payasito de la tele; el Krusty de nuestro Springfield subdesarrollado y tropical. Muchos han cargado su figura de un aura tenebrosa y aún se lo representan como una versión autóctona de Pennywise, el clown bailarín de Stephen King. En una provincia que ha sido gobernada por el genocida Antonio Domingo Bussi está claro que el terror no necesita el artificio del maquillaje, pero acá padecemos de un impulso atávico por la ficción y hace varias décadas que el perro familiar ya no nos asusta. Muchos guardarán como un trauma de la infancia el recuerdo de haber concursado en televisión por un pollo congelado en el programa de un payaso. Pero apostaría a que no le temen a Tapalín, sino a esa precariedad que invade nuestras ficciones cotidianas. Lejos de su zenit en el mundo del espectáculo, cuando habitaba la pantalla chica, llenaba clubes con sus seguidores y se arriesgaba a candidatearse a concejal, él no reniega del personaje que se lo ha fagocitado. Es un artista a tiempo completo y no parece importarle demasiado por qué se ríen de él, siempre y cuando, eso le permita seguir siendo, por siempre, Tapalín.

En la risa y en el llanto que, muchas veces, se confunden en una misma mueca, Tapalín resulta fascinante. Su historia ha sido retratada en “Tapalín no se va más”, el memorable perfil escrito por Pedro Noli y también llevada al cine en “Tapalín, la película” (Dirigida por Belina Zavadisca, Mariana Rotundo y Federico Delpero Bejar). Uno y otro relato fracasan en su ambición documental de retratar al hombre detrás del maquillaje, pero encuentran algo mucho mejor: un ser dislocado de la realidad. O lo que es aún más maravilloso: alguien con la capacidad de habitar la ficción para dislocar eso que entendemos como lo real. En 2015, cuando preparábamos la primera antología de crónicas de la revista Tucumán Zeta, el fotógrafo Diego Aráoz lo retrató caminando por las calles adoquinadas de Barrio Sur. En la foto que ilustra la portada del libro, Tapalín aparece de espaldas encarando la calle y el horizonte a contramano. Por aquellos años, el emblemático payaso solía aparecerse con su traje y maquillaje característico caminando por las calles céntricas o manejando su auto. Estaba ahí para recordarnos que su escenario no conoce límites y que nosotros, con nuestras múltiples máscaras, no somos más que los actores secundarios de su show. Era la prueba viviente de que la nuestra es una realidad siempre entre comillas; una realidad en concubinato perpetuo e incestuoso con la ficción. Si uno acerca lo suficiente la imagen puede apreciar la cremallera que surca vertical la piel del payaso. Por acá, todos cargamos con esa marca umbilical, aunque se nos vaya la vida en tratar de ocultarla.

¿Qué tal yo? Es la frase de cabecera de nuestro payaso de cabecera; frase que nos instala en una cavilación identitaria de resonancias borgeanas que el sombrero puntiagudo y el brillo estridente del traje de lamé banalizan. No se dejen engañar, Tapalín no pregunta por su – y valgan la redundancia y la cacofonía- performance performática, sino que instala la duda sobre ese ser revestido por las distintas capas de su propia ficción. Claro que en el fraseo circunspecto del siempre viejo Jorge Luis la frase no sonaría decadente. Su obra, por otra parte, es un qué tal yo en loop, pero quizás no estamos preparados todavía para esa discusión. Se sabe que hay payasos sagrados y profanos, pero ninguno más propio y mundano que el Tapalín que se pasea por estas calles con los fondos de los bolsillos para afuera, en el claro gesto de quien lo ha dado todo. Como una especie de Cristo laico o talibán ignífugo, el suyo es un arte sacrificial con afán de perpetuidad. Así lo ha confesado en su singular estilo: “Ustedes ya saben que cuando yo me muera quiero que me cremen y tiren mis cenizas en El Cadillal para joder a los pescao, jua, jua, jua, jua. Vos vas a pescar y te aparece un pescao y dice: ¿Qué tal yo? Ah, no, ponelo de vuelta que ese es Tapalín jua, jua, jua”.

Nada más gastado que el clásico estereotipo del payaso triste y jubilado. Para muchos, ver a un septuagenario con el rostro pintado de blanco y traje de payaso es un espectáculo esperpéntico. Nuestro payaso huye del lugar común y, en ese esfuerzo por escapar del cliché, su personaje adquiere dimensiones monstruosas. Es un gigante de risa estentórea que camina haciendo sonar las Leoninas compradas en El Bajo en una película de Alex de la Iglesia. Es un personaje de Lewis Carroll que atraviesa las pantallas de los televisores en Canal 10 o Canal 8. Es un extravagante animal acuático de ojos saltones y sonrisa pintada que navega las aguas de El Cadillal como el Gran Pez de Tim Burton. El de Tapalín es un gesto vanguardista en una comarca que adolece de vanguardias. Retoma la vieja utopía surrealista de vivir en estado de arte permanente para desdibujar los límites que separan la realidad de la ficción. Y lo logra. Habrá quienes lo definan de kitsch o de eso que ahora tan laxamente se denomina como bizarro. En todo caso, se trata de una discusión estética y esa es la prueba más contundente de que su vida sólo puede ser analizada con la misma lupa con que se miran las obras de arte. Eso lo salva de la decadencia, del estereotipo, de la muerte.

Tapalín nos pone ante el espejo de nuestra propia ingenuidad: creemos que nos reímos del payaso cuando es él quien se ríe de nosotros.

Exequiel Svetliza

Tiene 35 años y es tucumano y maradoniano, de nacimiento y hasta la muerte. Es Doctor en Letras egresado de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) y Licenciado de la especialidad por la Universidad Nacional de Tucumán (UNT). Actualmente, investiga el relato testimonial de los ex combatientes de Malvinas residentes en Tucumán gracias a una beca postdoctoral del CONICET.

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