¿Tantos siglos igual?
El mandato de violación en la cultura occidental

Agustina Ganami

Ilustración: Gri Leo
Número 4 l Investigación l La violación no es una práctica del deseo, es una práctica de la dominación. Y todavía más: es una condición necesaria para la afirmación de la masculinidad,

Ese día se levantó a hilar la lana. No imagina que será una de las últimas veces que las gruesas hebras se enredarán en sus dedos y formarán tramas densas. A pesar de la presencia de sus doncellas, el silencio es espeso. Verán el tiempo pasar hasta que el sol se esconde casi por completo. Cuando llegan los hombres, con su esposo a la cabeza, la encuentran trabajando en su tejido. El marido sonríe triunfante y el grupo se enfrasca en discusiones gritonas que, sin embargo, acaban por declarar ganador al dueño de casa. Después de unas copas de vino, los nobles emprenden la vuelta al campamento, en el límite exterior del asedio. Tres días después y sin previo aviso, el hijo del rey se presentará en la casa acompañado por dos esclavos. Lo dejarán entrar, le darán de comer y le prepararán una habitación para pasar la noche.

Al día siguiente, la noble señora mandará un mensajero hasta el sitio del asedio solicitando la urgente presencia de su marido y de su padre. Tal vez, mientras espera, mandará a que le preparen una taza de té y elegirá su vestido más blanco. Padre y marido llegarán acompañados de un fiel amigo. La mujer, manteniendo la compostura, relatará su desgracia ante la mirada atónita de sus protectores. Les contará cómo el hijo del rey se ha presentado en su casa y, faltando a su hospitalidad y al honor de su esposo, le confesó que siente por ella un amor enloquecido y, al saberse rechazado, la amenazó de muerte. Al ver que la posibilidad de perder la vida no era suficiente para doblegar su voluntad, le afirmó que la mataría y que luego colocaría a su lado, desnudo, el cadáver de un esclavo degollado; y le diría a todos que la había encontrado en vergonzoso adulterio. La posibilidad de un desenlace tan abominable la paralizó, el tirano la violó en su propia cama y se marchó orgulloso. Con los ojos llenos de lágrimas, exigirá a los hombres presentes que tomen venganza por la deshonra sufrida y, con un alarido final, se atravesará el pecho con un puñal afilado.

La oscuridad y el silencio de la muerte no le permitiría saber que los hombres en el tiempo libre de la guerra habían iniciado una competencia para ver quién tenía la mejor esposa, la más virtuosa, la más pudorosa, la más silenciosa, la más obediente; ni que, luego de eso, habían decidido visitar de sorpresa a las mujeres para ver en qué ocupaban su tiempo y sobre esa base juzgar sus virtudes. La ganadora había sido Lucrecia, la única que encontraron en la recatada labor de hilar. Tarquinio, siempre sediento de gloria y de poder, se había encendido de deseos por ella y por su recato ejemplar.

La oscuridad y el silencio de la muerte tampoco le permitirían saber que su cuerpo, palidecido y manchado de sangre, pasearía por la ciudad de Roma, acompañado por una multitud detractora de la Monarquía.

Así, más o menos, es la historia que cuenta Tito Livio en su Historia de Roma (Ab urbe condita I, 57-60). El historiador romano recupera este relato para justificar la revuelta popular que pondrá fin a la Monarquía y dará inicio a la República romana, en el año 509 a.C. Lucrecia, noble matrona romana, hija de Lucrecio y esposa de Colatino, es víctima del hijo del séptimo y último Rey de Roma, Tarquinio El Soberbio. Bruto, el fiel amigo del esposo, impresionado por el discurso de la casta Lucrecia, se convertiría en el principal líder de la revuelta y sería conocido, de ahí en más, como César.

Un delito de poder

Para pensar este episodio puede ser interesante recuperar la propuesta de Rita Segato[1], en la que la antropóloga feminista explora e historiza la dimensión pública y política de la violación, entendida como una práctica de la dominación, y no del deseo. Para ella, en las sociedades de estatus, como la romana, la violación puede entenderse como:

1) Un castigo o venganza contra una mujer que se sale de su lugar.

En ese sentido, el violador es un moralizador, un guardián de la estructura de dominación, y la violación se convierte en un acto de disciplina. Tarquinio lo perdió todo porque ejecuta mal su función de violador moralizador “ajusticiando a la persona equivocada”, a la única mujer que en verdad “estaba en su lugar”, mientras las demás dedicaban su tiempo a fiestas y banquetes. No hay que olvidar, en este sentido, que esta historia funcionaba como una suerte de fábula que exaltaba la ejemplaridad de la conducta de Lucrecia, al tiempo que condenaba el accionar del heredero al trono.

2) Una agresión contra otro hombre a través del cuerpo de una mujer vinculada a él.

El mundo de Lucrecia era un mundo donde se clasificaba tajantemente a los seres humanos. A algunos les tocaba ser personas, a otros les tocaba ser objetos y otros estaban en el medio. Las mujeres poseían un estatus inferior al de los varones: no poseían la patria potestas[2] y eran tuteladas por sus padres y/o por sus maridos; atentar contra ellas era, en realidad, una forma de atentar contra los hombres a los que estas mujeres estaban vinculadas. En este contexto, el acceso sexual se presenta como damnificación a otro(s), siempre hombre(s), y el cuerpo de mujer se convierte sólo en un medio para ofender la honorabilidad de esos varones de la familia, los que debían tutelar ese cuerpo reproductivo. En una sociedad patriarcal, lo que le sucede a un miembro de la familia afecta a todo el entramado familiar e incluso puede rebasar sus límites tomando envergadura pública. En ese sentido, la violación es entendida como “delito contra las costumbres”, atenta contra la integridad “moral” del entramado social, extiende el temor a la bastardía y a la ilegalidad, que pone en peligro el patrimonio y el poder del pater familias (el padre y jefe de familia). Lucrecia, la casta, es la protagonista del pasaje de un régimen político al otro. Su cuerpo fue territorio de conquista y objeto de uso político.

3) Una demostración de fuerza y virilidad frente a, con y para una comunidad de pares.

La violación es un crimen expresivo y dialógico, un espectáculo narcisista destinado a los ojos de los demás hombres siempre presentes en bambalinas. Para Segato, la masculinidad tiene una estructura corporativa y se organiza de manera jerárquica. Los sujetos que forman parte de la corporación deben probar su titularidad, haciéndose cargo de un mandato de crueldad y una ética del alarde, como diría Eva Cantarella[3]. En ese sentido, para la antropóloga “el sujeto no viola porque tiene poder o para demostrar que lo tiene, sino porque debe obtenerlo”. Violar es un acto ante y para otros, que permite reafirmar la propia virilidad y, sobre todo, es una condición necesaria para convertirse en hombre.

La violación no es una práctica del deseo, es una práctica de la dominación. Y todavía más: es una condición necesaria para la afirmación de la masculinidad, una masculinidad frágil y siempre desplazada, que necesita de la violencia constante contra los seres que no participan de la “naturaleza masculina”, una masculinidad que se asume como único modo de existencia legítima en (y desde) la antigüedad.

¿Y todo esto qué tiene que ver conmigo?

Rita Segato sostiene que algunos de estos sentidos en torno a la violación atraviesan las barreras del tiempo y, muy a pesar de las leyes, se filtran en nuestros tiempos modernos, en nuestros textos reguladores y en nuestras vidas cotidianas; unos sólidos lazos con el pasado que se esfuerzan por prosperar. Siguiendo la teoría de la politóloga feminista Carol Pateman[4], el contrato social que supuestamente funda las sociedades modernas sobre la base de la igualdad ante la ley sólo entra en vigencia cuando el estatus está garantizado. Las diferencias de género (entre otras desigualdades) subyacen a la racionalidad del contrato y operan subterráneamente. Por lo tanto, las mujeres no participan plenamente de ese contrato y se convierten en ciudadanas de segunda en un Estado y una esfera pública con ADN masculino. Segato nos recuerda que también la modernidad, a veces con un buen maquillaje pero de una manera terriblemente contundente, es una usina de producción de anomalías, de otredades, de jerarquías, de desigualdades que atraviesan nuestras vidas y nuestros cuerpos.

Hasta bastante entrado el siglo XX las mujeres eran consideradas legal y políticamente incapaces, se encontraban bajo la tutela de un varón de la familia y no poseían la patria potestad. En el viejo código penal vigente hasta no hace demasiado tiempo, la violación se tipificaba como crimen “contra el pudor”, reactualizando el carácter de “delito contra las costumbres” que tenía la violación en la antigüedad y atenuando su carácter de delito contra la integridad sexual de una persona. Tuvimos que esperar hasta 2012 para que en nuestro país derogaran definitivamente una cláusula del código penal que autorizaba el avenimiento o “matrimonio reparador”, la nulidad o reducción de la pena de un violador si se ofrecía a contraer matrimonio con la víctima y ella accediera; luego de que Carla Figuero fuera asesinada a puñaladas por su violador y marido. El fallo que condenó el feminicidio de Lucía Pérez está cargado de prejuicios e insiste en enfocarse en la víctima, cuestionándola por “autónoma, libre, independiente”[5]. El fallo parece estar diferenciando entre buenas y malas víctimas de violación. El “algo habrá hecho”, “dónde habrá estado y con quién”, “cómo estaba vestida”, “fumaba y tomaba cerveza”, “era muy salidora” y todos los ejemplos que se les ocurran en esta dirección, sirven para señalar el carácter moral y disciplinario de la violación. Y podríamos seguir.

Ilustración: Gri Leo

En lo relativo a la violación y a la violencia contra las mujeres, la cultura occidental lleva muchos años de práctica. Los tiempos han cambiado y, a decir verdad, las mujeres podemos estar orgullosas de haber conquistado derechos, disputado sentidos a las representaciones tradicionales y puesto en discusión los modos obligatorios de ser y estar en el mundo, a través de los largos años que nos separan de las sociedades antiguas. Sin embargo, insertarnos en tramas históricas puede ser útil para echar luz sobre nuestro presente y poner en agenda lo que aún nos queda por transformar.

Notas

[1] Segato, R. (2010): Las estructuras elementales de la violencia. Prometeo: Buenos Aires.

[2] Por patria potestas se entendía el poder que tenía el padre sobre sus hijos, hijas, y también sobre sus esposas ya que, en virtud de la imbecilitas propia del sexo femenino (sí, tan parecido a “imbecilidad”), para los romanos las mujeres no son “personas” jurídicamente hablando. La patria potestas, originaria del derecho quiritario civil de Roma, se convertiría en institución jurídica para nosotres bajo el nombre de “patria potestad”.

[3] Cantarella, E. (1991): La calamidad ambigua. Condición e imagen de la mujer en la Antigüedad griega y romana. Madrid: Clásicas.

[4] Pateman, C. (1995): El contrato sexual. Barcelona: Anthropos.

[5] Este caso es trabajado por Ileana Arduino en una crónica titulada “Imposible violar a una mujer tan viciosa”, publicada en la Revista Anfibia.

Agustina Ganami

Nació en San Miguel de Tucumán en 1995. Es Profesora en Letras egresada de la UNT. Hija de padre y madre salteñxs, virginiana, fan de la comida y de aprender lenguas extranjeras. Publicó diversos trabajos sobre las reescrituras de la tradición clásica en la cultura occidental en clave de género. Trabajó como editora en La Cimarrona Ediciones. Enseña italiano en ItalianoOggi.

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