Redes sociales: ¿internet o muerte?

Marco Rossi Peralta

Ilustración: Mariana Bravo Würschmidt

¿Un intercambio sexual en internet es una infidelidad? Esta pregunta ha circulado por medios de comunicación y conversaciones cotidianas. La cuestión que encierra es la siguiente: ¿la interacción digital califica como realidad o es un juego de ficción, una irrealidad? Cada vez estamos más cerca de poder contestar a esa pregunta. Hemos ido afianzando una forma de entender y orientar nuestras acciones mediadas por tecnología digital. Lo virtual se ha vuelto cada vez más real para nosotros. Lo virtual ha dejado de oponerse a la realidad. El mundo físico y el virtual, que durante años pensamos como espacios disociados desde su misma denominación, se han encastrado a un nivel y de maneras que no preveíamos. La pandemia sólo ha acelerado el proceso.

Nuestra vida es online y es offline. Eso quiere decir que nuestra realidad está mediada por tecnología digital. ¿Pero, acaso existían vidas humanas que no estuvieran mediadas por tecnología de algún tipo? Hemos empezado a observar que hay ámbitos o momentos en los que lo digital tiene más peso de realidad que lo tradicionalmente entendido como “tangible”. Es lo que percibimos cuando acusamos a alguien de que le importa más publicar en Instagram que estar atento a las personas que van a aparecer en sus fotos y con las que está de cuerpo presente. En muchas ocasiones lo hacemos con un humor que esconde cierto dolor. Percibimos que podemos priorizar nuestros vínculos mediatizados digitalmente por sobre los tradicionales.

Ahora existen personas en nuestras vidas que antes hubieran tenido muy poca o ninguna presencia por distancias de distinto tipo. Formamos comunidades y vínculos mediatizados que cada vez ocupan un lugar mayor y desplazan relaciones más tradicionales basadas en la cercanía geográfica, las tramas familiares, círculos laborales, pertenencia a instituciones ancladas en un espacio, etc. Es doloroso para quienes nos rodean y es doloroso para nosotros asumir que quienes antes nos importaban, pueden ahora importar menos. Las relaciones tradicionales compiten ahora con relaciones gestadas en medios digitales. Esto genera novedosos conflictos familiares, de pareja, vinculares en general.

Las vidas de una gran parte de la humanidad ya están, en buena medida, en internet. ¿Una moneda digital es una moneda real? El bitcoin no sólo es intercambiable por las monedas tradicionales sino que hace varios años no deja de aumentar su valor por encima de ellas. ¿Una pareja virtual es verdaderamente una pareja? Es innegable que existen. Además, ya hay investigaciones que han observado que parejas con contacto físico pueden dar igual o mayor relevancia al vínculo virtual que al no virtual[1]. ¿Un deportista electrónico es un deportista? Los deportes electrónicos no sólo no dejan de crecer, sino que se multiplican los jugadores y entrenadores profesionales junto a torneos de público masivo. Estas y otras experiencias sociales están haciendo caer la idea de que el mundo virtual es un mundo paralelo al mundo físico-real.

Las cuarentenas alrededor del mundo han dado un empujón más a esa caída. En el aislamiento forzado, hasta las generaciones menos conectadas se han visto obligadas a valorar de un modo diferente la interacción digital. Se popularizó la frase esa reunión podría haber sido un mail, que sintetiza con ironía el nuevo lugar que la mediación tecnológica va a tener en nuestras vidas. Lejos de sostenerse la imagen de internet como un mundo aparte e irreal, la red se consolida como parte esencial e indispensable de la realidad. Si algo no figura en internet, un negocio por ejemplo, podemos llegar a dudar de su existencia.

Las comunidades en internet han sido vistas como una esfera social nueva que propiciaría procesos democráticos de una forma más acelerada y óptima que lo que permitían las relaciones en el mundo físico. A partir de sus investigaciones antropológicas sobre comunidades virtuales Ramírez Plascencia y Amaro López advertían en 2013 que eso aún estaba por verse y que respondía más a un deseo que a una realidad constatable. Concluían que las comunidades virtuales representan una ampliación de las relaciones sociales tradicionales y que, en ese sentido, no cabía pensar en internet como un espacio ideal y libre de toda desigualdad.

La consolidación del ciberespacio en la vida cotidiana ha venido a potencializar la creación, mejoramiento o consolidación de comunidades virtuales, sin embargo, este hecho por sí, no demuestra un cambio de paradigma en la forma en que las personas se han venido relacionando unas con otras, sólo demuestra la existencia de un nuevo espacio desde el cual es posible ampliar las posibilidades sociales existentes, un medio para asentar, intercambiar o modificar instituciones culturales [2].

Tan sólo algunos años después asistimos a evidencias que indican que las posibilidades sociales que tendieron a ampliarse con internet no fueron principalmente las democratizantes, socializadoras o igualitarias. La expansión de internet y la explosión de la interacción en redes sociales ha acelerado procesos antidemocráticos, de construcción de mayores desigualdades, y ha habilitado autoritarismos más eficientes.

Ni mundo paralelo a la realidad ni paraíso democrático. Internet es una realidad tecnosocial compleja que es urgente comprender. Apoyándome en aportes del Análisis Crítico del Discurso, la Etnografía Digital y basándome en la observación participante voy a tratar de hacer un pequeño aporte a una reflexión en ese sentido. Quienes tenemos alrededor de veinticinco años o más hemos vivido grandes y sucesivas transformaciones de la red. Voy a desarrollar algunos de esos cambios que marcaron nuestra experiencia con internet y reflexionar sobre sus impactos en nuestras subjetividades y en nuestra organización social. Finalmente, voy a ocuparme de algunos sucesos recientes que pueden ayudarnos a entender mejor la red actual y sus posibles vías de desarrollo.

El giro hacia la imagen, las credenciales de identidad y la segregación digital

Las interacciones en internet se explican por factores sociales en relación con diseños tecnológicos. La arquitectura de una plataforma condiciona o determina la interacción de los sujetos, y a su vez, sus prácticas condicionan su desarrollo técnico. Con Facebook se masificó una arquitectura de la red que terminó con la interacción anónima o bajo pseudónimo en internet, que estaba generalizada, para pasar a ser casi exclusivamente nominal. No sólo pasamos a tener una identidad digital única sino que ésta se encastró con nuestra identidad en el mundo físico. Desde su nombre Facebook nos instaba a poner imágenes de nuestras caras que serían nuestras fotos de perfil, también promovió el uso de nuestros nombres reales. Así, las marcas sociales aparecieron en la red y fueron siendo cada vez menos manipulables.

La discriminación y la estigmatización inundaron las redes en forma de segregaciones y ataques personales. Pero sobre todo, en la construcción de jerarquías que rápidamente interiorizamos como reales. Nuestro valor como personas comenzaba a medirse cuantitativamente en número de amigos, seguidores, y likes. Poco a poco estas valoraciones en la red que en tiempos de Taringa! se limitaban a la plataforma, comenzaron a filtrarse en nuestras relaciones fuera de la red. Y a la inversa, nuestra validación en las relaciones tradicionales se transfería a la red, que hasta entonces parecía ser independiente. Esta nueva forma de validación social empezó a afectarnos emocionalmente a niveles que muchas veces nos da vergüenza admitir. Fuimos insertándonos, sin ser muy conscientes, en una tecnología de la jerarquización que reforzaba las desigualdades del mundo social tradicional. El like o me gusta hacía visibles nuestras valoraciones de los otros sin expresar ni qué era lo que se aprobaba ni por qué. Una especie de validación genérica y absolutamente cuantificable, realmente inédita en nuestra cultura.

Como hemos visto, el comportamiento en entornos digitales no es independiente del mundo social físico, principalmente porque está integrado por sujetos que provienen de él. El sistema de los likes montó jerarquías rígidas apoyadas en nuestros esquemas de valores menos reflexionados y más solapados. Facebook, y luego las demás redes sociales masivas, estableció como principal mecanismo de legitimación social esta forma de valoración tan particular: irreflexiva, cuantitativamente medible, sin ningún tipo de argumentación y por lo tanto, incuestionable.

A este sistema montado por Facebook hay que sumar el giro icónico[3] que se dio en paralelo. La imagen desplazó al texto verbal como el modo de comunicación principal de la web. Instagram y su masificación representa un hito en este giro. Salió al mercado en 2010 y se convirtió en la plataforma con mayor crecimiento de los últimos años. En 2019 contaba con más de mil millones de usuarios activos[4]. La fotografía personal pasó a ocupar un lugar central en las redes sociales en general. Se multiplicó exponencialmente la publicación de imágenes del propio cuerpo. A esta práctica se le sumó la exposición cotidiana de fotos de comida y otros signos de nivel adquisitivo. También signos de capacidad física como videos haciendo ejercicio. Además de todo tipo de registro que pudiera certificar nuestro posicionamiento en una tradicional escala social.

La jerarquía por likes y seguidores sumada al giro icónico habilitó y disimuló construcciones de legitimidad basadas en el racismo, el prejuicio de clase, el capacitismo, la meritocracia, la gordofobia, el machismo u otros esquemas de valoración que explicitados hubieran sido cuestionados. Esto se sostiene, por un lado, en la posibilidad de hacer circular públicamente una aprobación o un apoyo sin argumento. Y por otro, en la promoción de una exposición diaria de los cuerpos, sus capacidades y los niveles de consumo que se tienen. En general, de la exhibición de signos tradicionales de posicionamiento que se transpolan a la plataforma y son potenciados por ella. Podemos sumar la localización precisa de las fotos que Instagram nos invita a aclarar y que permite connotar rápidamente posiciones sociales, o la exposición misma de las casas en que se vive. Actualmente una persona no puede fingir una posición económica, una apariencia física, o no mostrar marcas de ese tipo y conseguir interacción. Estamos coercionados a exhibir permanentemente credenciales de todo tipo si queremos conseguir interacción en la web.

Hablamos de un montaje de jerarquías que genera sujetos superiores e inferiores, voces no sólo ilegítimas y legitimadas sino también silenciadas o masivamente amplificadas. La cantidad de likes y reacciones que tenemos determina directamente el alcance de nuestras publicaciones, lo expande o lo contrae. En definitiva, se trata de nuestro derecho a la palabra suspeditado a la valoración de nuestros cuerpos, nuestros niveles de consumo y nuestra pertenencia geográfica. Esta es sólo una de las caras de un internet cada vez más desigual que agranda brechas simbólicas y materiales.

La arquitectura tecnosocial de las redes, sus funciones y consecuencias

Con ese breve análisis quisimos mostrar, en primer lugar, que nuestra acción en redes sociales está determinada, condicionada o limitada (según el caso) por el tipo de arquitectura tecnosocial que diseñan las empresas de la comunicación digital. En segundo lugar, que esos diseños pueden potenciar desigualdades sociales históricas. Ahora vamos a poner en relación nuestra experiencia como usuarios con los intereses de las transnacionales de la web 2.0.

La percepción de una necesidad de exhibir la vida privada y hacerla púbica que las redes sociales nos generan tiene una motivación directamente económica. Han convertido nuestros datos personales en un valor económico con el que comercian. Los venden tanto a empresas como a las clases políticas y a los gobiernos. Los usan para construir perfiles de comportamiento y hacer campañas hiper focalizadas para modificarlo. El escándalo de Cambridge Analytica y su trabajo para la elección de Donald Trump hizo visible esta problemática a nivel mundial. La base de la campaña fue crear mensajes hechos a la medida de los distintos perfiles. Conocen mis miedos, mis deseos y mis intereses. A esto le suman la posibilidad de generar campañas publicitarias que sólo vea un pequeño grupo de personas parecidas a mí. Para otros grupos diseñan campañas totalmente diferentes y opuestas que yo no veré. Este uso de la tecnología de big data, en teoría, los hace capaces de influir sobre nosotros a un nivel y de formas que antes no eran posibles. Tenemos que saber que cuando vemos propaganda electoral en internet, el mismo partido puede estar emitiendo un mensaje muy diferente a otro segmento de la población sin que sea visible para nosotros.

No está probado que modelos de análisis matemáticos puedan explicar y prever el funcionamiento de la psicología humana, o una decisión compleja como la del voto. Sin embargo, la cuestión va más allá de si los perfiles generados estaban sesgados. Como ha demostrado Sara Suárez-Gonzálo, el caso Cambridge Analytica pone de manifiesto que la evolución actual de las tecnologías de big data han hecho que exista una desigualdad de poder entre la ciudadanía y un grupo que ejerce un poder despótico sobre la explotación de los datos y la información. Y que esto “afecta derechos fundamentales como la privacidad, la protección de datos personales o el derecho a la información, y también a la calidad democrática de los estados”[5].

Nuestra atención es otro valor económico con el que estas plataformas comercian. Monetizan cada hora que pasamos en ellas. Y cada hora que no estamos conectados a sus redes es dinero que pierden. Nuestra adicción es para su lógica un activo con el que lucrar y desarrollar su poder. Experimentan con nuestras estructuras psicológicas para mantenernos en la pantalla. Los likes funcionan como pequeñas descargas de validación que explotan nuestras inseguridades. No sólo no las revierten sino que las potencian. Generamos una dependencia de esas pequeñas descargas, si no las recibimos nos sentimos invisibles o rechazados.

La cantidad de reacciones y seguidores exhibida siempre en primer plano nos pone en una competencia que nos exige tiempo en la red y publicación de nuestra vida privada. Sus dos principales activos. Además, nos proveen estadísticas en tiempo real para seguir segundo a segundo cuántas personas vieron nuestras publicaciones, cuántas las reenviaron, cuántas pasaron a ver nuestra historia siguiente, cuantas las abandonaron, cuántas vieron nuestro perfil, y un largo etcétera. De ahí la sensación de una demanda que nos deja exhaustos que puede generarnos, principal pero no exclusivamente, Instagram.

Por supuesto, nuestra atención y nuestros datos personales no sólo representan para estas empresas un rédito estrictamente económico. Una mirada a las transformaciones en la industria del periodismo permite intuir el poder que están desarrollando.

Hasta la aparición de los nuevos medios digitales, los medios de comunicación tradicionales eran los únicos dispositivos formadores de opinión a gran escala. La impresión de un periódico supone una selección y una jerarquización de noticias que la dirección del medio realizaba. Así, uno elegía cómo informarse sólo entre unas líneas editoriales relativamente establecidas. Por ejemplo, en la Argentina reciente podía optarse por La Nación, Clarín, Página 12 o Prensa Obrera dependiendo de afinidades políticas e ideológicas. A los editores de La Nación les correspondía elegir cuáles eran las noticias que llegaban a sus lectores y cuál era su relevancia, jerarquizándolas en la tapa, dándoles un orden, un espacio determinado, etc. Algo similar sucede con los noticieros televisivos. Está claro que cada uno de estos medios es un discurso orgánico con una línea ideológica que responde a unos intereses particulares. Estos medios eran los principales organizadores de la información con la que formábamos nuestra opinión. Eso cambió en los últimos años.

En el año 2010 Julio Sal Paz señalaba que la hegemonía de los medios tradicionales estaba siendo erosionada por el impacto de los blogs[6]. Los nuevos actores que ponían a circular información y noticias eran los llamados “periodistas ciudadanos”, que actuaban fuera de las coerciones de la prensa tradicional, sin más compromiso que con sus lectores y muchas veces desde el anonimato. Hoy el impacto de la blogósfera se ha desdibujado. Los medios tradicionales se han reconvertido en medios digitales con mayor o menor éxito. Sin embargo, su poder está aún más erosionado.

Ya no tienen el poder de jerarquizar las noticias aunque todavía las produzcan. Los lectores ya no entran a la página de inicio de los diarios digitales. En ese espacio los editores podían todavía posicionar, con limitaciones, determinadas noticias reproduciendo la idea de la tapa del día. Hoy accedemos a las noticias principalmente a través de las redes sociales o de redifusores que nos ofrecen el titular, una imagen y un extracto de un grupo de noticias publicadas por medios diferentes. En los últimos años la decisión sobre el valor de la noticia ha sido transferido[7], principalmente a Google, Facebook, Amazon y Apple. Son estas empresas quienes jerarquizan las noticias: las ordenan y deciden cuánto tiempo, en cuántos y en cuáles dispositivos estarán visibles. Sea mediante sus redifusores o mediante sus diseños para ordenar las interacciones en redes sociales, que como hemos intentado exponer, no son neutrales. Este nuevo monopolio mundial en la difusión de la prensa implica el peligro de una censura silenciosa y de hecho. A fin de cuentas, siempre se puede atribuir la no circulación de una información a los intereses de los usuarios. Intereses supuestamente reflejados en los análisis algorítmicos que permitirían satisfacerlos de forma total y personalizada.

En definitiva, las transnacionales de la información y la comunicación fragmentan y atomizan el discurso de los periódicos y rearticulan los fragmentos según su propio criterio. Sin dudas esto genera un nuevo discurso ligado a los intereses de su monopolio. Pero esta atomización y rearticulación no se realiza sólo con las noticias. Todo tipo de discurso es sometido a la misma lógica. Es necesario que pensemos entonces, hasta qué punto todo lo que Facebook nos muestra en sus diversas plataformas no debe ser leído como un único discurso, y empezar a interpretar, más que los fragmentos, su rearticulación. De la misma forma que entendemos que un periódico tradicional representa un discurso con unos intereses particulares que no son equivalentes a la suma de sus periodistas, el feed de Facebook, entendido como un discurso interesado, no es equivalente a la suma de los discursos de sus usuarios. El discurso Facebook, construido con la rearticulación interesada del contenido que producen sus miles de millones de usuarios, tiene que ser entendido como tal. Lo mismo con Apple, Amazon, Google y Microsoft.

Conclusión: ¿internet o muerte?

La comprensión de que las redes sociales hegemónicas no reflejan transparentemente los intereses de sus usuarios es un paso necesario para construir alternativas. Pero también, para recuperar y revalorar espacios y comunidades que ya existen en internet. Entender que no todo puede decirse en las redes sociales y que no van a proveernos toda la información y el contenido que necesitamos, puede ser un gran paso. Además, así como intentamos tener una lectura crítica de los medios tradicionales, tenemos que hacer una lectura crítica de cómo las redes sociales ordenan su discurso (la rearticulación de nuestros discursos) y tratar de entender sus sesgos, sus limitaciones y sus intereses.

Internet se ha vuelto una parte indispensable de nuestras vidas. Cada vez en mayor medida el acceso a las nuevas tecnologías determina el acceso o no a derechos humanos elementales como la salud, la educación o el trabajo. En ese sentido, el acceso a la web puede entenderse como una necesidad vital y un derecho irrenunciable. Sin embargo, no hay por qué entregar su diseño y su control total a un puñado de empresas de origen estadounidense que han demostrado que sus intereses son contrarios a los intereses de las mayorías.

Notas

1. Balaguera-Rojas, G., Forero-Trujillo, N. P., Buitrago-Márquez, V., & Cruz-Domínguez, L. D. (2018). El vínculo relacional de pareja y las redes sociales: una mirada desde la cotidianidad. Búsqueda, 5(21), 194-211. Pág. 206.

2. Ramírez Plascencia, D., & Amaro López, J. A. (2013). Comunidades virtuales, nuevos ambientes mismas inquietudes: el caso de Taringa! Polis. Revista Latinoamericana, (34). Pág. 14.

3. Pichel-Vázquez, A. (2019). Cuerpos digitales, imagen y subjetividades. La virtualidad y la performatividad del género, la sexualidad y la corporalidad en la era de Instagram. Catalunya: Institut Interuniversitari d’Estudis de Dones i Gènere. Pág. 17.

4. Arizmendi Aparicio, Laura (2020). Instagram como herramienta de comunicación. Facultad de Economía y Empresa, Universidad de Zaragoza. Pág. 15.

5. Gonzalo, S. S. (2018). Tus likes: ¿tu voto? Explotación masiva de datos personales y manipulación informativa en la campaña electoral de Donald Trump a la presidencia de EEUU 2016. Quaderns del CAC, (44), 27-36. Pág. 34. Disponible en:

6. Sal Paz, J. C. (2010). Delimitación conceptual de la unidad terminológica “nuevos medios” en el ámbito de la cibercultura. Universidade Federal de Minas Gerais. Faculdade de Letras; Texto Livre; 3; 2; 1-18. Pág. 12.

7. Desideri-Freitas, L. L., & Salaverría-Aliaga, R. (2014). El flujo continuo de noticias y sus efectos. Facultad de Comunicación, Universidad de Navarra. Pág. 6.

Marco Rossi Peralta

Nació en 1995, vive en Tucumán. Publicó los libros Micumán (Monoambiente 2016), El Mosquito (2017) y La vida en el norte (Gerania 2018). Forma parte de las antologías Perfectxs Desconocidxs (P.D. 2017) y Salí Dulce (27 Pulqui y Almadegoma 2018), que reúne poetas del noroeste argentino. Es Profesor en Letras por la Universidad Nacional de Tucumán. Editor en La Cimarrona Ediciones.

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