Hacia una alfabetización diversa. Respuestas infantiles que sacuden el mundo adulto

Paula Melano

Ilustración: Antonio Berni

- Cuando yo me golpié... - comenzó a contar Pedro (4 años).

-Golpeé - corrigió Ximena (34 años).

-Bueno, como vos le digás, pero es lo mismo- aclaró Pedro


Lo que los pequeños dicen da cuenta de reflexiones complejas e interesantes, pero los adultos parecemos no estar preparados para esa conversación. “Te salen con cada cosa”, dicen los más vinagres, que desestiman las verdades infantiles. También se puede recurrir a la vieja y confiable: “Los niños y los locos no mienten”, haciendo referencia a esa falta de filtros para decir las cosas. Todos los filtros que no tienen los niños, los tenemos los jóvenes y adultos: en nuestras palabras, nuestras acciones y nuestros rostros.

Como docente y como tía (dos cosas bien distintas nos dice Freire y yo estoy de acuerdo), converso mucho con niños. Quiero retomar esas voces e intentar un diálogo con ellas, no tanto para explicarlas, sino más bien para que nos ayuden a pensar en la posibilidad de tener conversaciones más genuinas, en modos de aprender más diversos y respetuosos y en una alfabetización en donde la palabra de los niños sea importante y valiosa.


Los niños y los adultos: Reclamos a la adultez o el descubrimiento de que no somos tan piolas

- ¿Vos te conocés a vos sola? -me dijo Pedro cuando tenía tres años.

- Sí, ¿por qué? - le respondí yo (28 años).

- Vos sos la Paula que hace tareas, tareas y tareas.

- ¿Y qué te hace pensar eso? - le pregunté.

- Porque hacés tareas y tareas, y ya naciste así.


Diremos que me cacheteó y me descubrió: ya naciste así, con el corazón ortiba. Mi sobrino, en diciembre del 2019, año pre-pandémico, me reprochaba que no dejara de escribir en la computadora para ir a jugar con él. Otro reclamo parecido fue cuando me dijo, meses antes: “¿Ahora venís a jugar? Ya hiciste todo lo posible para sentarte todo el tiempo”. Esta vez estaba haciendo una sobremesa de un almuerzo de domingo y venía negándome a cortar la conversación con la gente más grande.

Siempre que estoy tomando mates, viene y me dice: “este es el último mate, tía Pau, el último”. También me amenaza: “si seguís tomando mates vas a hacer pis verde”. No es que le importe mi salud urinaria, él sabe que si estoy tomando mates es porque no estoy jugando con él. Entonces, tira una advertencia, como bien saben hacer los adultos.

¿Cómo los amenazaban de niños a ustedes? A mí me decían que si seguía arriba de un árbol después de las ocho de la noche, me iba a transformar en Kakuy (esa infancia en el monte santiagueño sí se puede ver). Nos va a crecer un árbol en la panza, va a venir el viejo de la bolsa o el policía, va a aparecer un duende. Cuando no sabían cómo pedirnos las cosas o cuando no dejábamos de desobedecer, nos cabía una amenaza para que recapacitemos y orientemos nuestro proceder. A quienes de alguna manera ocupamos un lugar de autoridad para un niño -docente, mapadre, niñerx- nos cuesta corrernos del lugar heredado de la amenaza y también nos cuesta asumir que amenazamos. Desde lo personal, me hubiera gustado que me expliquen los riesgos de estar trepada a un árbol una vez que se haya hecho de noche: la presencia invisible de arañas, caídas tremendas, confusión entre una rama y una víbora. Sin embargo, la amenaza se presenta siempre como una manera mucho más sencilla de provocar en el otro la respuesta esperada. El miedo existe: nunca estuve después de las 7:50 PM arriba de un árbol por el miedo a que me salieran plumas.

Ahora soy más grande y aunque sepa que tomando mucho mate no voy a hacer pis verde, igual termino rápido mi merienda y me voy con Pedro así no me deje de invitar a jugar.

Hace muchos años, cuando jugábamos a un juego de mesa, un alumno de 6 años me dijo: “¿Sabés por qué perdés, seño? Porque los adultos no saben jugar”. A pesar de que muchos jóvenes y adultos sí jugamos, este niño está diciendo que el juego es algo que compete a la infancia (y ojalá el juego fuera un derecho al que todas las infancias tuvieran acceso por igual). Los que conocemos el goce de jugar y nos damos el tiempo para hacerlo, queremos seguir teniendo ese derecho.

Con mi sobrino, aparte de jugar, también leemos muchos libros juntxs. Leyendo Voces en el parque de Anthony Browne, donde aparece el personaje de una mujer que es una doña cheta bien rancia, Pedro de 3 años interrumpió la lectura para decir:

-Ya la voy a retar a esa señora... cuando sea grande. Ahora soy chiquito para enojarme.

Podemos pensar que Pedro estaba reconociendo que quienes tienen derecho a enojarse son los adultos o que, quizás, para enojarse y retar a un adulto hay que ser grande. Tal vez un niño pueda retar a un niño, pero no a un adulto. En este caso, el enojo sería algo que compete a un adulto o que sólo un adulto tiene derecho al enojo. Si bien estamos de acuerdo en el enojo como una emoción válida y que todes tenemos derecho a la expresión, reconocimiento y cuidado de nuestras propias emociones, este niño dice que para poder enojarse tendrá que crecer.

Hay cosas que les niñes entienden como propias específicamente de la adultez y otras que entienden como propias de la infancia. Hace un mes mi sobrino me dijo que era la primera vez que veía a un adulto llorar (no se trataba de mí, todavía no me vio llorar). Me afirmó que pensaba que los adultos no lloraban, pero me aclaró después: “los adultos lloran en silencio”. Porque quizás para enojarnos elevamos la voz o gritamos, pero para llorar nos escondemos bajo la almohada.


Los niños y el mundo: Construyendo esa cosa enorme

Un niño de 7 años interrumpe un cuento para decirme: “seño, ¿usted sabía que tenemos cráneo?”. El día anterior, su papá le había dicho que si seguía jugando de esa manera se iba a romper el cráneo. De esa información tan cotidiana y lógica, él eligió una parte y reconstruyó una idea central y vital: tenemos cráneo. Se sintió tan maravillado por este descubrimiento que lo compartió en clase, quizás con la intención de sorprendernos o de verificar si nosotres ya habíamos develado ese misterio.

Ser niño es vivir asombrado. Puede que a medida que crecemos ese asombro se vaya perdiendo. De todas maneras, muchos jóvenes y adultos hacemos esfuerzos por encontrarnos con cosas que nos sacudan y maravillen. Por eso, viajamos y conocemos lugares nuevos, asistimos a talleres y tenemos experiencias espirituosas. Los adultos buscamos algo que nos desacomode, y las palabras de los niños hacen eso: nos cachetean de manera olímpica.

Hablando de cachetazos, un día estábamos viendo fotos impresas y Pedro (3 años) reconoció que su tío en esa foto era más joven que ahora. Le preguntamos dónde estaba él en el momento de la foto y nos respondió “Yo no estaba todavía, era más grande y no entraba ahí. La panzota de mi mamá no entraba”.

Yo: -Pero tu mamá no estaba embarazada en ese momento.

Pedro: -Sí, ella y sus amigas crearon el mundo y después yo nací. Y tenía 3 meses, después 4... y 5…

¿Había mundo antes de que nazcamos? ¿Habrá mundo después de morir? Según su perspectiva, su mamá y las amigas de su mamá crearon el mundo porque lo crearon a él y a sus amiguitos. Él sabe que su mamá hizo un taller de pre-parto con un grupo de mujeres que hoy en día son las mamás de los niños con los que él juega. Entonces, claro: ese curso de pre-parto bien podría ser la preparación del mundo que se estaba por crear, el instante previo al Big Bang o a la palabra divina. Su mamá siempre había estado embarazada de él, incluso en esa foto de tantos años atrás. Esas mujeres crearon el mundo, luego nacieron Pedro y sus amigos y comenzaron a crecer.

Si hablamos de maneras de nacer, creo interesante compartirles la siguiente experiencia: en una conversación con una alumna de 6 años acerca de los colores-piel, me dijo que no le gustaba la gente negra. Yo le pregunté por qué y me respondió: “Porque nacimos con el poder de odiar”

Más allá de que la palabra odio suene fuerte en nuestro oídos adultos, o de que podamos atribuirle múltiples sentidos, quedan expuestas en la palabra infantil ideas sobre un rechazo a un otrx, ideas que pudo haber escuchado en algún lado.

¿Cómo aprendió a odiar la gente que odia? No nacemos con el poder de odiar, pero podemos aprender mientras crecemos, y, como casi todo camino que andamos, también lo podemos desandar. Si escuchamos con atención lo que los niños dicen y si nos escuchamos a nosotros cuando les hablamos quizás podamos advertir aquellas palabras que se dicen para hacer doler, o que son el ladrillito de una casa que no para de albergar fantasmas.

Los niños reciben mucha información de parte de adultos que les dicen cómo hablar, cómo jugar, cómo ser. Adultos cercanos, como miembros de la familia y docentes, y adultos que no conocen, como peatones que andan por ahí o gente de la televisión y publicidades. Adultos con la palabra autorizada para definir el mundo. Adultos que recortan con tijeras de podar un paisaje extenso, salvaje, con partes indómitas.

Los niños están describiendo y construyendo el mundo, no necesitan que se lo descubran por ellos. En cambio, los adultos parecen muy preocupados en lograr que el niñx que crece se les parezca y entienda de la misma manera un mundo que ni los adultos comprendemos.

Los niños y la palabra

-“¿Me contás el cuento de una sombra?... porque me estoy quemando” (Pedro debajo del sol a dos semanas de cumplir 4 años).

Un poema de la Alejandra Pizarnik nos dice: Si digo agua, ¿beberé?; y un poema de Luciana García Barraza comienza: dudo / que la palabra / sea clarividente. Estas escritoras dudan o desconfían de la palabra, afirmando de alguna manera que la palabra podrá decir pero no saciar.

Pedrito dice: Leeme un cuento de una sombra porque me estoy quemando. Podría interpretarse de varias formas. La primera, como excusa de lectura: ya que nos está pegando fuerte sol, leeme el cuento de una sombra. O de otra manera, que es la que más me gusta a mí: contame el cuento de una sombra para que el sol no queme tan fuerte. Sin duda, elegimos leer y escribir para habitar el mundo de una manera más amable.

En clases, le pedí a Pedro (que a veces también es mi alumno) que escribiera la palabra casa y me respondió: “Yo sé escribir una casa pero no la letra de casa”.

Luego de eso, escribió en el papel: “AA” (CA-SA). Él afirma que sabe escribir la palabra casa, pero que no sabe qué letras se usan para tal cosa. En esta respuesta, podemos deducir tres cuestiones: en primer lugar, el niño conoce el objeto casa (sería difícil representar algo que desconocemos); por otra parte, sabe que va a escribir la palabra casa, aunque no vaya a usar las letras correctas del mundo alfabetizado; y, por último, sabe que sabe escribir. Cuando un niño produce escrituras no convencionales, advierte que sólo él puede leer lo que escribe. Para que nosotres sepamos qué dicen esas producciones infantiles necesitamos de un permiso, una invitación y una lectura en voz alta por parte de ellos. Este tipo de mediación dota de protagonismo al pequeño: su voz nos va a revelar lo que dice la escritura.

Cuando se piensa sobre la lectura y la escritura en los primeros años de vida, muchas veces no se lo hace con la seriedad y respeto que esas actividades merecen. Se tiende a subestimar, a criticar, a deslegitimar, a no dar lugar. Sin embargo, cuando observamos un dibujo hecho por un peque, no decimos: “mmm mirá qué fiero que has dibujado” ni tampoco “che, a esta figura humana le faltan las pestañas”. No, ¿no? Creo que así de respetuosas deberían ser nuestras opiniones cuando estamos ante una producción escrita infantil. Las personas aprendemos a escribir escribiendo, así como aprendemos a dibujar dibujando.

- Pedro, bancá que guarde una lapicera.

- Son muy importantes las lapiceras para los adultos.

- ¿Por qué?

- Porque escriben.

- ¿Y para los niños?

- No.

-¿Por qué?

- Porque se manchan.

En nuestra sociedad, escribir es poder. La escritura y el conocimiento acerca de su sistema nos abre al mundo y nos permiten el ingreso a él. Desde que el niño entiende que las palabras en el papel dicen algo, es capaz de escribir, ya sea con garabato, más/menos letras o pseudoletras. Necesitamos reconocer como legítimas estas escrituras y arrebatar a los alfabetizados la cómoda hegemonía de la palabra.

Decidamos: ¿nos cabe o no nos cabe el delirio?

La lira es el surco del arado que se hace en la tierra que se va a cosechar. De ahí viene la palabra delirar: salirse de esos surcos, alejarse del camino delineado. Desde un sentido figurado, delirar puede ser desviarse, desquiciarse, ser indisciplinado y disruptivo, quitarse un ratito el corset de la norma, pelearse con el peine. Desestablecer lo conocido, discutir las certezas y permitir las sospechas. Irrumpir sin aviso en la ceremonia más solemne que exista vestidos de Power Ranger, no para ser el centro de atención, sino para que todo el público e incluso nosotros mismos podamos mirar de otra manera.

Nuestra lira es el adultocentrismo. Una especie de piedrita sobre la que muchas veces estamos parados viendo todo a nuestro alrededor, incluso a los que no son adultos. Es nuestro modo de movernos, la manera a la que nos hemos ido acostumbrando. Quienes están por fuera de esta visión, nos tildan de aburridos, nos dicen atareados, que no sabemos jugar, que nos enojamos, que escribimos y no dejamos a otres escribir. Quizá no sea la absoluta verdad pero ¡cómo la roza! Quizás necesitemos sacudir un poco los estantes de nuestras adulteces o juventudes, prestar atención a lo que miramos, extrañar la mirada, habitar la sorpresa: delirarnos. No digo que vamos a ser 100% piolas, pero en una de esas se nos va el bruxismo.


Les regalo algunas definiciones y palabras inventadas que recogí en conversaciones con niñxs:


Definiciones:

Sangre: “una agua roja que tiene virus” (Paula, 7 años)

Luciérnaga: “Bichito que lleva una pancita chiquita que brilla con una luz” (Alexis, 6 años)

Jauría: “Algo que encierra” (Alexis, 6 años)

Enjambre: “un collar de caracoles” (Abril, 6)

Transparente: “Cuando es fantasma que atraviesa” (Tiziano, 6 años)

Purga: “como arañas que atacan a los perros” (Paula, 7 años)

Miedo: “Cuando se apagan las luces y hace mucho frío” (Diana, 6 años)

Miedo: “Cuando se asusta de noche y sueña con el alma mula” (Alexis, 6 años)

Vida: “Cuando vivís y no estás en el cielo” (Alexis)

Muerte: “Cuando estás en el cielo y nunca más lo veí a nadie” (Alexis, 6 años)

Vida: “Cuando te aburrís” (Alexis, 6 años)

Extinguirse: “matarse” (Alexis, 6 años)

Espíritu: “Cuando se muere y queda la alma” (Tiziano y Alexis, 6 años)

Palabra: “Una cosa que dicen los humanos” (Alexander, 7 años)


Palabras inventadas:

“Vayate”: andate (“Papá, vayate”, Pedro -1 año y medio)

“Aprendencia”: Aprendizaje (“En tiktok no hay aprendencia” - Pedro, 4 años)

“Inglesia”: “ahí enseñan inglés” (Describiendo una iglesia, Pedro 4 años)

“Virjon”: Masculino de virgen (cuando encontró a San Roque en la repisa de su abuela, Pedro 3 años)

“Sobrevivieron”: resucitaron, dieron vida después de la muerte (“Los marcianos lo sobrevivieron al monstruo” - Alexis 6 años)

“Championar”: Competir para ser campeón (“Harry Potter está por championar” - Pedro 4 años).


Paula Melano

Es santiagueño-tucumana porque una categoría sola le resultaba insuficiente entonces decidió encasillarse en dos. Es profesora de Letras (UNT) y cursa una Maestría en Escritura y Alfabetización en la Universidad Nacional de La Plata. Abrió recientemente en Tucumán un lugar educativo que se llama Espacio Barrilete, en donde enseña a leer y escribir a personas de todas las edades y en cuyas redes sociales comparte contenidos sobre lectura y escritura.

Ama el drama más que dormir la siesta.

Ig: @paula_chilata

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