Desear en el encierro: culpa, placer y rezo

Aldana Mayantz

Ilustración: Gri Leo
Número 4 l Crónica l Por Aldana Mayantz l Hace cinco días me sometí a un hisopado para detectar genomas compatibles con coronavirus, no me hace falta esperar las 72 horas para saber el resultado

María Magdalena vivió en Magdala, por eso se apodaba Magdalena, pero su nombre era María. Como Jesús, que era de Nazaret, y le decían el Nazareno.

De Magdalena yo sabía lo que me habían enseñado toda la vida; era una prostituta; Jesús la salvó de ser apedreada bajo el lema de “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”; nadie se atrevió a ser el primero en romperle el cuerpo a pedazos.

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Somos cinco personas conviviendo en el mismo espacio, nadie puede salir, nadie externo puede entrar.

Hace cinco días me sometí a un hisopado para detectar genomas compatibles con coronavirus, no me hace falta esperar las 72 horas para saber el resultado, lo siento viviendo adentro mío, lo siento habitar mis pulmones, oprimiéndolos tanto hasta no dejarme respirar, lo siento en mi garganta cada vez que toso y hago fuerzas para expulsarlo, no se va; amenaza con invadir el cuerpo de mis convivientes y me exige excluirme sola en mi habitación si no quiero sentir el resquemor de ser una presunta asesina.

Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran grandísima culpa...

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Seis días habían pasado desde el comienzo del que sería el año más incierto y vertiginoso del que tengamos memoria. Los 38° de sensación térmica nos encontraban sentados tres pisos arriba de la Entre Ríos al 300. Mirábamos, a través del ventanal, la calle asolada por la siesta tucumana. Desdichados los pocos cuerpos que la circulan.

Teníamos el optimismo propio de un año que recién comienza. Era enero y la promesa de que todo tiempo futuro sería mejor estaba latente: habría trabajo, recibida, dinero y amor.

Fuimos demasiado optimistas.

En mi celular se reproducía un video que se viralizaba en facebook. Los gritos de los habitantes de Wuhan se hacían eco en mi parlante. Era de noche en la ciudad asiática y los residentes de las incontables viviendas distribuidas en enormes edificios se hacían oír, unos a otros se daban gritos de aliento. Toda una ciudad estaba confinada, solo podía salir una persona por hogar a buscar provisiones para toda la familia.

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“¿Te imaginás si pasa acá lo mismo que en Wuhan y Lules queda aislado y no nos podemos ver por mucho tiempo?”, le pregunté. “No va a pasar acá”, me dijo.

Dos meses más tarde el municipio de Lules bloqueaba con ripio y escombro absolutamente todos los accesos de la ciudad, dejando únicamente una entrada con vigilancia policial permanente. Solo podían entrar las 21.088 personas que habitan la ciudad.

20,7 kilómetros son los que separan a la capital tucumana de mi ciudad, 20,7 km es la distancia que separan nuestros cuerpos.

Después de transitado los 20,7 km por la ruta 38, se dobla a mano izquierda, con dirección al río y se llega a la ciudad de San Isidro de Lules, fundada en 1849 por Zoilo Domínguez, quien compró una parcela de tierra y le puso el nombre del santo patrón de los agricultores.

Mis bisabuelos maternos eligieron esta ciudad para vivir y trabajar la tierra después de emigrar de Italia.

Mis abuelos paternos eligieron esta ciudad un día de suerte. Habían venido con sus tres primeros hijxs desde Buenos Aires, y después de algunos años de ser inquilinos en diferentes viviendas de la capital tucumana, mi abuela se presentó a implorar en el instituto de la vivienda por una casa propia. Desde que pisó por primera vez suelo tucumano había parido tres veces más y la pobreza le pisaba los talones. Una mañana se levantó decidida, camino las 15 cuadras que la separaban del instituto de la vivienda y pidió por favor una casa para su familia, ante la negativa del hombre que escuchaba sus súplicas se le ocurrió decirle que era su cumpleaños. El señor cedió, no sin antes hacerla elegir su destino: Lules o Tafí Viejo. Lules dijo mi abuela, y nos dieron la llave para siempre.

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Es septiembre y hace poco más de un mes que no nos vemos. Nos abrazamos por última vez la mañana del día que manifesté el primer síntoma. Nos habíamos quemado por completo la noche anterior. A la madrugada me desperté exaltada, hacía mucho calor para ser agosto, lo asocié a su cuerpo caliente pegado al mío, lo corrí de manera brusca y me destapé.

24 horas más tarde me encontraba en posición fetal, sola en mi habitación, sufriendo escalofríos.

24 horas más tarde de las últimas 24 horas más tarde de haberme despertado exaltada en su cama, me encontraba sola en mi habitación, acostada en posición fetal, sufriendo dolores musculares y escalofríos.

Ocho horas después me encontré asustada por no entender lo que me pasaba. Me paré al lado de la ventana intentando atrapar con mi nariz y boca un poco de aire que me llegue a los pulmones. La sospecha estaba latente. El pánico también.

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El enemigo invisible del que hablaban vive adentro mío, se reproduce por cientos y miles de iguales, se copia a sí mismo y sale en cada partícula de saliva que expulso al toser, al hablar o al estornudar. Me habita y yo lo hábito, me destruye y yo lo alimento.

En la televisión las palabras enemigo, guerra y lucha se enuncian con fuerza en los discursos de múltiples funcionarios y periodistas.

Las noticias me muestran vecinos furiosos quemando casas, corriendo inquilinos, golpeando enfermxs y enfermerxs. Está claro que todxs saben que no existen los enemigos invisibles y que no se puede librar una guerra sin cuerpos comprometidos.

Yo soy el enemigo, el virus se personifica en mí, soy su rostro, soy su cuerpo, soy peligro.

Mis vecinos firmaron la neutralidad, si yo no ataco, no atacan. Los amigos firmaron alianza y nos trajeron provisiones.

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Tengo muy pocas cosas en común con el resto de mi familia, pero siempre me gustó compartir con ellxs aunque sea el silencio, con mi mamá y mi hermana aprendimos a compartir tiempo juntas consumiendo audiovisuales, no tenemos que charlar en el medio, y las historias nos dan tema de conversación. Existió una época donde veíamos por la siesta las películas y novelas que presentaba Virginia Lagos, ahora vemos Netflix, yo siempre he querido aprender a usar Torrent, pero ante todo soy cómoda y sucumbimos en el monopolio.

A mi hermana yo le digo Magdalena, se llama María Sol, el porqué de su nombre es otra historia, pero se lo debe a la virgen María que según mi mamá le salvó la vida.

María Magdalena dice que Jesús le salvó la vida. Después de escapar de un marido golpeador, caer en manos de los romanos, enamorarse, ser engañada y ser víctima de trata, no quería menos que morirse.

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“¿A qué le tenés miedo?”, me preguntó una noche. A la trata, le dije, siempre voy a preferir la muerte a ser violada y vendida de manera sistemática.

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Son las cinco de la tarde, en unos minutos voy a poner el agua para que merendemos. Los primeros días me la pasaba encerrada en mi habitación, pero aislarse es estar entre cuatro paredes con un celular mientras te consume la ansiedad, no hay nada bueno que pueda salir de ahí.

Empecé a habitar los espacios comunes de la casa, me pongo un barbijo y bajo las escaleras, cada vez que voy a tocar algo me lavo las manos, me siento a dos metros de distancia y empiezo a vivir en familia. Me siento alejada, con mi taza e individual propio para no contagiar a nadie, prendemos la tele y buscamos en Netflix la serie María Magdalena.

Si hay algo que siempre nos gustó a las tres son las historias de época, de cualquiera, pero ambientada en siglos remotos.

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Aparecen los leprosos, marginados, sin ningún tipo de asistencia médica, completamente excluidos de la sociedad en pos del bien común. Mi familia se ríe y me dicen leprosa. Aparece Simón queriendo curar un leproso, pero el enfermo estaba tan hundido que solo quería morirse, lo había consumido la culpa de contagiar a su esposa y a sus hijos, se vuelven a reír, todos saben que la culpa me viene consumiendo hace días, les pregunto a cada minuto cómo están, qué sienten, si tienen olfato, si respiran bien, si les duele la cabeza, saben que me despierto cada día rogando que nadie tenga síntomas y ante cualquier estornudo mi cuerpo se inmoviliza. Lo peor de este virus es el miedo constante de enfermar a un ser querido, lo segundo peor es sentirte una escoria marcada para la sociedad, sentir el estigma. No hay justificación que valga para abolir la culpa de ser la responsable de que el sistema sanitario esté colapsando, de que los bares cierren, de que la gente no pueda salir a laburar. Nada te va a limpiar la culpa de los diez mil contagiados y trescientos muertos por día.

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Soy leprosa y me excluyo en mi habitación. Hace días que no tengo tacto con otro ser humano. A veces mi gato busca mis brazos, pero al momento que se asoma a mi cama mi familia lo corre de mi habitación. Me niegan toda posibilidad de amor, yo solo quiero volver a sentir que alguien puede tocar mi piel sin que los condene a muerte.

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Magdalena tuvo lepra, fue poseída por siete demonios, fue golpeada, despojada y violada una y otra vez hasta conocer a Cristo. Los evangelios apócrifos la señalan como la compañera de Jesús, como la mujer amada. Magdalena fue mucho más que una sobreviviente. La mujer pecadora, como la llamaba Pedro, fue el apóstol de los apóstoles, fue la discípula más destacada, fue la que les enseñó a leer y a escribir, fue la que permitió, por consiguiente, la existencia de las sagradas escrituras.

La historia la juzgó por puta, pero lo que no nos dijo es que cada piedra que se dirigía a María tenía una causa distinta: por leer, por escribir, por opinar, por escaparse del marido, por tener un amante, por enseñar, por ser María, la única mujer a la que el mesías amo. La invoco y siento que está sentada a la derecha de dios padre todopoderoso y desde allí ha de venir a complacernos.

Ilustración: Gri Leo

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Mi gato ronronea mientras se acerca, de los pies a la cara, me acaricia con la cabeza, yo le devuelvo el mimo y él empieza a amasarme. Intercambiamos afecto, nos complacemos con la mutua necesidad de amor que estamos sintiendo en ese momento, se hace un bollito y yo lo acobijo entre mi pecho y mi brazo.

Ya son 14 días sin sentir calor humano, nadie puede abrazarme, nadie puede tocarme, nadie puede siquiera tenerme frente a frente. Desearía poder decirle a cualquier persona que se meta en mi cama mientras duermo y me transpire encima.

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Hace años que dejé de rezar, no volví a invocar a ninguna deidad desde que entendí que estaba siendo hipócrita y me carcomió tanto la culpa que me divorcié, primero de la iglesia y después de dios.

Hoy recé, le hablé directo a dios y sin persignarme le dije que si existe me lo demuestre calmando la tos de mi padre, le dije que volvería a creer en él, o en ella, o en elle, si ignoraba las enfermedades de base de mi padre y le perdonaba la vida.

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Lloré y deseé calor humano, deseé una piel, cualquiera, que me recorra todo el cuerpo, me lo ensucie, me lo escupa, me lo llene de fluidos, me lo contamine por entero, deseé ADN ajeno adentro mío, y me pregunté si alguien con covid quisiera penetrarme alguna noche.

No tengo fuerzas para usar ni mi mano ni mi almohada, estoy inmovilizada en mi cama rogando que alguien me dé placer, estoy gimiendo por dentro, deseante de un ser externo que no tenga miedo de tocarme.

Le pido a dios que si existe me haga el favor de mandarme al espíritu santo para que me complazca.

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María, no soy digna de que entres en mi cuerpo, pero una caricia tuya bastará para sanarme.

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Ya llegó la primavera. No me trajo flores ni la posibilidad de estar bailando arriba de un merendero de la facultad con un vaso de sangría bien fría en la mano.

Me trajo el alta. Ese mismo día, caminé los 5 kilómetros que separan mi casa de la Quebrada de Lules y mojé mis pies en el río. Sumergirme en el agua me devolvió lo divino y creí en algo superior. El sol me daba en la cara, cerré los ojos y olvidé la palabra futuro.

Aldana Mayantz

Es luleña y tucumana, habita el mundo hace 25 años, después de un 20 de junio de 1995 en el que decidió nacer. Estudia Letras en la UNT, pero sueña con recibirse para poder ejercer la profesión de viajera y cronista. De rutina sedentaria, sube montañas de vez en cuando para volver con la rodilla rota. En las cumbres escribe crónicas en su mente que se evaporan en los laberintos de la memoria. Amante de los gatos, les imita la vida nocturna y duerme toda la parte del día que puede, mientras las obligaciones no acechen.

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