Jabón en la boca: movimiento "provida" en Tucumán y la región

Priscilla Hill

Ilustración: Gri Leo
Número 4 l Investigación l La idea de que lxs hijxs son extensiones de sus progenitores o ‒en su acepción más económica‒ su propiedad es tanto falsa como peligrosa.

1. ¿Quiénes educan en sexualidad y de qué maneras?

Mi primera experiencia consciente con la ficción fue mentirle a un cura de la Parroquia de Nuestra Señora de Fátima que me arrepentía de haberle gritado a mi mamá y aceptar que iba a rezar diez avemarías y no sé cuántos padrenuestros. Era eso o asumir la deshonra de no hacer la comunión. Yo tenía 10 años. Mentí con placer, pero, sobre todo, mentí estratégicamente, para contentar a un adulto que decía hablar en el nombre de Dios. Mentí apelando a lo verosímil porque hallar goce en rascarse las costras o jugar a la botella y acariciarle la lengua con la mía a la vecinita de enfrente me habría valido la expulsión del reino de los cielos. Mentí intuyendo la burocracia de una sinceridad que a nadie le importaba y que implicaba revelarle mis secretos infantiles a un viejo que yo no conocía y que tenía algo espeluznante en la voz. La adultez comenzó a parecerme moralista y no ética: decir lo que otrxs quieren escuchar y fin del asunto.

Hubo un tiempo en que no se cuestionaban las formas “universales” de crianzas “adecuadas”. Un tiempo en el que las voces adultas les imponían a las infantiles maneras únicas de ser, de sentir y de comportarse, es decir, modelos de educación sexual que poco tenían que ver con el respeto y la escucha. Desde hace algunos años hemos empezado a cuestionarlas, aunque nos ha costado mucho en términos políticos. Y es posible que nos siga costando.

Una de las preguntas que nos interesa responder es: ¿qué hicieron estas personas ‒párrocos, curas y monjas, familias, docentes y demás civiles ultraconservadores‒ cuando el Estado propuso, a partir de la Ley de Educación Sexual Integral (ESI), que lxs niñxs y adolescentes accedieran a la autonomía progresiva sobre sus vidas y a la información científica en torno a la sexualidad? ¿Qué pasó a nivel social cuando la regulación de esa información pasó de estar en manos de las iglesias, los curas, los padres y madres más o menos improvisadxs para quedar en manos del Estado, mediante las instituciones educativas? Entre otros aspectos, este texto traza un camino posible de análisis de estos cambios sociales, que tuvieron tanto adhesiones y militancias como profundas resistencias.

En el año 2016 en el corazón de Lima, capital de un Perú golpeado por el colonialismo y la racialización de las poblaciones originarias en manos de las castas aristócratas blancas, surgió el grupo y con él, el slogan: “con mis hijos no te metas”. Se trata de un movimiento que se replicó en Argentina (aquí autoproclamado “provida”), Brasil, Chile y México, y que cooptó a facciones religiosas de las iglesias católicas y evangelistas. El movimiento se tiñó de las consignas reaccionarias de sus respectivos lugares de origen. Estas facciones sentían amenazada la idea de familia y sociedad de valores ante las políticas de género, impulsadas por los gobiernos de estos países en el S. XXI. En este marco es que empezaron a oírse expresiones como “ideología de género”, “homosexualización de la población”, “adoctrinamiento”, “nuevo orden mundial”[1], etc. Es así que la idea de comunidad se complejiza porque, aunque existan retóricas y discursividades en común, el territorio es siempre heterogéneo y las violencias se escabullen y cambian de formas, hecho que las vuelve más difíciles de identificar.

En Perú, el presidente Fujimori produjo la castración o esteri-lización forzosa de 314 mil mujeres campesinas, no alfabetizadas, en el período 1990-2000. Si bien se lo juzgó y encarceló años después por delitos de lesa humanidad, los sentimientos racistas y la fantasía de purgar lo que se le escapó a la colonización de tierras y cuerpos siguen vigentes. Lo mismo pasa en Bolivia y Brasil[2], y Argentina no representa una excepción.

En Tucumán, el hijo de unos de los mayores genocidas que vio nacer esta provincia se candidatea con el mismo discurso que durante la última dictadura militar (1976-83) enarboló su padre, electo posterior-mente en democracia en 1995. Dios, Patria, Hogar, Honor y Familia son palabras que tejen los sentidos de una única Nación, habitable para argentinos, que entiende la argentinidad desde un lugar etno y eurocéntrico, heterosexual, masculinizado y no torcido. Aunque diversas, hay un hilo conductor que activa todas estas expresiones de la violencia política. La imposición de una forma específica de vida como única posibilidad, y el odio a cualquier sujeto o grupo que se corra de ella. No puede haber vida por fuera de la familia heterosexual, no puede haber sexo por fuera de su reproducción. Una forma de vida supuestamente natural que estaría amenazada por todo aquello que le sea diferente. De ahí el odio, que fantasea o ejecuta la erradicación del otrx.

En países como el nuestro, y más aún en provincias como Tucumán, la mayoría de la población vive en condiciones límite: según las estadísticas de Unicef, correspondientes al territorio argentino durante el 2020, 6 de cada 10 niñxs son pobres. Esta cifra debería ser suficiente para comprender que la realidad latinoamericana no es igual a la de los países nórdicos, que suelen ser el ideal de vida en la argumentación cotidiana de la gente. No todo embarazo resulta “una bendición”: debería, en todo caso, tratarse de una decisión. La necesidad del acceso a herramientas de planificación familiar como el aborto y la anticoncepción consciente ‒entendiendo que las sexualidades pueden no ser reproductivas‒ son ineludibles en términos de derechos humanos básicos.

Pero, ¿cómo piensan, cuáles son las ideas principales, de esas masas poblacionales que, por un lado, bregan por la defensa de un tipo muy específico (y excluyente) de familia e identidad y, por otro, se oponen al derecho de cualquier persona a transitar su propia vida? ¿Qué las une?

2. Comunidades de odio

Es posible que para dar con una respuesta ‒siempre frágil, transitoria, al menos‒ sea conveniente desmenuzar el tan amplio y por ende inespecífico concepto de comunidad. Según quién lo diga, dónde y cuándo, una comunidad puede ir desde un grupo de amigxs, una familia impuesta o elegida, un conjunto de personas con intereses, prácticas y aspectos identitarios en común, una agrupación u organización, un club social, y así una cantidad más o menos heterogénea de acepciones. El hecho es que toda comunidad coexiste con otras de manera casi siempre conflictiva. Los sectores conservadores que se extienden por América Latina tienen experiencias e identificaciones concretas de acuerdo con su propia historia geo-territorial, que les otorgan configuraciones particulares, al mismo tiempo que forman alianzas político-discursivas con otras comunidades.

Hacia fines de los ochenta y principios de los noventa, en algunos países latinoamericanos, la Iglesia Evangelista empezó, de manera paulatina pero irrefrenable, un proceso de disputa del poder monopólico que tradicionalmente recayó sobre la Iglesia Católica. Empezó así la hegemonización de un espacio que hasta hace dos o tres décadas no representaba una fuerza política y hoy es uno de los motores del conservadurismo en Latinoamérica. Así, en la ocupación de los espacios públicos de las ciudades, en el marco de manifestaciones masivas, suelen verse estas alianzas, que aunaron lo más reaccionario de ambas Iglesias: la instituida y la instituyente. Estos acuerdos se evidencian, tanto en aspectos discursivos, como en el uso de colores, grafías e íconos que construyen sentidos [comunes] en esa dirección. En gran medida estos agentes políticos catapultaron y posicionaron a Jair Bolsonaro, ultraconservador, con fuertes rasgos racistas y patriarcales en su gobierno, como presidente democrático de Brasil en 2018.

Gabriel Giorgi, un teórico de los estudios culturales, publicó en coautoría con Ana Kiffer “Las vueltas del odio”, un análisis sobre los discursos odiantes que circulan en las escrituras efímeras de foros y redes sociales. Allí se afirma que el odio es mucho más que un efecto degradante y violento, individual y casi instintivo, por el contrario, nos instala en cuestiones biopolíticas. Así, debemos preguntarnos quiénes son socializadxs como personas y quiénes son tratadxs como no humanos, esquivando balas, escupitajos y acciones en pos de su borramiento. Cuando intenta explicar los elementos constitutivos del odio, reconoce que:

1. El odio es memorioso porque se reactiva ante determinadas situaciones, al mismo tiempo que apela a una serie de mitos[3] reproducidos históricamente sobre un supuesto pasado donde los problemas del hoy no existían. Ideas como que lxs jóvenes se han corrompido, han abandonado los principios que antes caracterizaban a la gente (¿qué principios y qué gente?), han perdido el norte, y otras frases comunes que se sostienen en ese mito. Digamos que lo que a menudo se entiende como abandono de los valores y pérdida del respeto es la ruptura con el silencio ante las violencias intrafamiliares, por ejemplo.

2. El odio es también disolvente y cristalizador: apunta a borrar a quienes son el "blanco del odio”, pero también habilita identidades disímiles entre sí siempre y cuando sostengan consignas y creencias con base en que en los derechos humanos hay un peligro, una fuerza que acecha contra algo que no siempre se sabe qué es, pero es mejor conservar. De allí que en las marchas “para salvar las dos vidas” que se hicieron en Tucumán durante el 2018-2019, nos topáramos con las más extrañas, casi bufonescas, expresiones que venían a coincidir en el espacio público habilitado para manifestarse democráticamente: la plaza Independencia. El rechazo al derecho al aborto seguro y a la Educación Sexual Integral en escuelas y colegios eran el piso de un caleidoscopio de deseos que ‒mientras sucedían‒ parecían estar parodiándose a sí mismos: “religión sí, política no”, “muerte a los salvajes unitarios”, “religión o muerte”, “si sale mujer, el aborto es femicidio”, “detrás de la ideología de género está la masonería”, etc.

3. Por último, y en diálogo con el punto anterior, la voz del odio, al intentar destruir las otredades, asume pactos de habla, formas de la lengua, ruidosas, avasallantes, que procuran instalarse como opinión única, totalizante. No hay posibilidad reflexiva donde ya se ha dicho todo, hay sólo necesidad de acallar los discursos que se acerquen a la pregunta. Si escucharon los debates en torno a aborto y ESI a nivel provincial y nacional, podrán advertir que un argumento común era exigir la aplicación de la educación sexual en vez de legalizar el aborto, cuando se sabe que quienes sostienen estas ideas también obstaculizan la implementación de la Ley de Educación Sexual Integral, razón por la cual nos encontramos ante un callejón sin salida porque en realidad se trata de una falsa oposición. Con esto, queremos decir que el aborto es parte de la educación sexual, coexiste con ella, y postergar su legalización ‒a la espera de la aplicación efectiva de ESI‒ es abandonar a los cuerpos gestantes que ya han decidido interrumpir sus embarazos y reconocer ‒para colmo de males‒ que dicho abandono viene de parte del Estado. Los procesos culturales en torno a la educación sexual (y de otros ordenes también) no pueden plantearse como si se trataran de casilleros en un juego de mesa porque se dan de manera compleja y esta terquedad conservadora ‒que insiste en una linealidad inexistente en la vida real‒ sólo culmina en la muerte o la tortura física y psicoemocional de niñxs, adolescentes y adultxs en situación de vulnerabilidad, sobre todo de mujeres y población LGTBIQP[4].

En síntesis, los sectores conservadores que frenan los procesos de consciencia sobre los cuerpos y las vidas tienen en común que devienen en comunidades, en agrupamientos de cuerpos y voces, cuyo único aspecto visiblemente familiar es la retórica del odio, la lengua oral, escrita y las tecnologías (las escrituras efímeras o “en tránsito” de foros y redes, dice Georgi) al servicio de la cancelación de las otredades. Quizás, allí descansen sus libidos, sus fantasías sexuales más grotescas y evidentes para todxs, menos para ellxs: la desaparición de los grupos minorizados. Con lo lindo que es coger, con lo maravilloso que resulta ‒para qué lo vamos a negar‒ hacerse una paja, pasarse la vida balbuceando que hay que matarlxs a todxs supone una forma de existencia frente a la cual, indiscutiblemente, hay que meterse.

3. De la inclinación a la orientación: ESI, un derecho de todxs

Hace mucho que hablo de ESI. Parece que siempre se empieza por decir que se sancionó en el 2006 y que su aplicación en las provincias argentinas ha sido paupérrima. No se ha destinado presupuesto y se ha subestimado la potencialidad de una ley que propone desocultar la ficción de que las instituciones educativas son espacios donde no se tejen efectos y afectos políticos, y que se trata de una forma de percibir la educación, de una perspectiva, que es mucho más que un conjunto de saberes curriculares. Una forma que podría ser disruptiva, si no se quedara en sus niveles más superficiales. En Tucumán ‒y en otras provincias, según las narrativas de compañerxs de las redes de docentes por el derecho a decidir‒ quienes hacen su apuesta política por la ESI son grupos minoritarios. Después de haberle dado tantas vueltas a la ley y sus vaivenes, diré también que hay una predominancia en la concepción más conservadora de la misma, con una base higienista o biomédica, enfocada en el cuidado del cuerpo.


Ilustración: Gri Leo

Hay otro enfoque bastante actual que también me genera cierta incomodidad y que se apoya en la dimensión jurídica/judicializante[5] del abordaje de la educación sexual. Esta perspectiva radica en el ingreso a las ciudadanías críticas por parte de niñxs, y sobre todo adolescentxs, desde la concepción de que la sexualidad es quizás ya no un asco, pero sí un posible peligro: me refiero a la ESI que sólo habla de la trata de personas, la violencia de género, los femicidios y otras tantas realidades por las que objetivamente pasan tantas mujeres y disidencias. Necesario, sí, pero insuficiente, cuestionable, porque no hay allí lugar para el placer ni la exploración de la identidad propia. La idea de analizarnos siempre desde nuestra condición de víctimas también representa un lugar común, un nivel superficial en las miradas posibles sobre sexualidad. El pasaje del paradigma de la peligrosidad al paradigma del orgasmo podría transformarnos en una sociedad más deseante y menos abocada a la sobrevivencia.

Cada población estudiantil tiene necesidades distintas y, por ende, se entra y se sale de estos abordajes, según los territorios, las clases sociales, las variedades lingüísticas, las etnias y razas y toda otra interseccionalidad posible. Pero creo, en el fondo, que todo sujeto debería poder preguntarse (y preguntarles a quienes están a cargo de su educación) qué otros escenarios de habitabilidad e identidad son posibles. En una de mis clases de Literatura, una vez un estudiante me dijo que no le parecía que lo que estábamos leyendo fuera un poema, que le parecía otra cosa. ¿Y qué otra cosa?, pregunté, como al pasar. Y no sé… ¿qué otras cosas hay? Aunque en apariencia sencillas, siempre deberíamos estar a la altura de estas preguntas.

En los relatos de ancianas ‒que de tanto contarse terminan por compaginar una antología oral de las literaturas de nuestras familias‒ es común la escena en la que, cuando desviaban su conducta de alguna manera, recibían un castigo físico. Las ficciones audio-visuales ambientadas también son recurrentes en este punto: arrodillar a niñxs sobre maíz, golpearles los dedos con punteros, avergonzarlxs en el pizarrón frente al resto de la clase, describirlxs físicamente desde la inquina por sus expresiones de género, etc. Como rememorando un pasado al que sería conveniente volver, las abuelas fachas (que a menudo no son “las nietas de las brujas que no pudieron quemar en la Edad Media”, perdón por arruinar el slogan) cuentan que cuando decían malas palabras, les lavaban la boca con jabón o les echaban pimienta en la lengua. Pienso en mi sobrino de cuatros años que descubrió la sonoridad de la palabra culiao, un tucumanismo que es muletilla oral y que al final de las frases se usa para expresar sorpresa, asombro y a veces enojo. Cada vez que la pronuncia, se ríe, explorando su clamor en la boca y me parece de una crueldad insondable reprimir esa picardía. Y no deberíamos tener derecho a esa crueldad porque las personas no son de nadie y no hay nada más espantoso que un adulto ejerciendo violencia sobre un menor sólo porque puede.

La idea de que lxs hijxs son extensiones de sus progenitores o ‒en su acepción más económica‒ su propiedad es tanto falsa como peligrosa. Ninguna persona es como otra, en ningún caso: operar sobre las subjetividades en afán de controlar minuciosamente ese vórtice entrópico que es la vida de una persona es imposible para quien se lo propone y violento para quien es sometidx a ello. Las razones por las cuales las personas tienen hijxs son diversas, pero hay una pregunta simple que debería ser clave: ¿qué haré cuando empiece a manifestarse lo obvio: ¿hay una identidad otra aquí, en mi casa, que debería poder habitar sus inquietudes, placeres y miedos sin la sensación de que mi mano adulta va a aplastarla y moldearla a mi imagen y semejanza? Como es evidente, los mecanismos culturales y la producción de deseos en serie, aparentemente individuales, pero profundamente gestionados por las culturas dominantes de diversas regiones, tienden a puentear estos interrogantes y asumir estas violencias como amor filial.

Al alcance de todxs en Youtube está el cortometraje “Santa”[6], producido desde la Escuela de Cine de la Universidad Nacional de Tucumán. El mismo retrata la violencia física y psicológica que un colegio católico y un grupo de familias de dinero ejercen contra dos adolescentes que tienen una relación lésbica. En una de las escenas más explícitas, el padre de una de las chicas la lleva a rastras al baño y le lava la boca con jabón, luego de que la viera besando a su compañera.

Eso es lo que hacemos como adultxs cada vez que violentamos a unx ninx o adolescente. Es posible que no hayamos llegado a esos niveles, pero sí que les hayamos dicho que no coman tanto porque están gordxs, que no se sienten de determinada manera porque es de putos o de marimachos o hayamos desoído alguna pregunta que ‒respondida con sensibilidad y responsabilidad en torno a sus subjetividades‒ podría hacer o haber hecho la diferencia.

Notas

[1] Alerta spoiler: el orden mundial que temen perder es una máquina de matar poblaciones enteras todos los días. El 80% de los recursos totales está en manos de un 20%.

[2] Kiffer, socióloga brasilera, analiza una serie de intervenciones en foros donde la recurrencia está en la utopía neo-fascista (que es, en realidad, una distopía aterradora) de aniquilar la negritud y todo lo que de culturas afrodescendientes tiene Brasil. A estos recorridos les llamó “Odiolandia”.

[3] En el sentido de creencia que se viraliza, no de relato de origen.

[4] Lesbianas, Gays, Transexuales, Bisexuales, Intersexuales, Queer, y otras identidades no heterosexuales.

[5] Hay un montón de teóricxs que hablan sobre este punto, pero no los voy a citar a todxs para no entorpecer la lectura. Rueda, Flores, Baez y Bidegain son algunxs de ellxs.

[6] El link es el siguiente: https://www.youtube.com/watch?v=vsMOcdMGT iM&ab_channel=CarlosVilaroNadal

Priscilla Hill

Nació en Tucumán, en 1991. Es Profesora de Lengua y Literatura y becaria doctoral CONICET. Escribe ficciones eventualmente, pero sobre todo les edita textos a otras personas. Es integrante de La Cimarrona y Elba Laso desde que se fundaron ambos sellos. Se siente incómoda de estar hablando de ella en tercera persona, pero no le queda otra porque es una decisión de estilo y así es la democracia.

Facebook: Priscilla Hill

Instagram: @arruinanavidades